viernes, 14 de noviembre de 2025

CRÓNICA

 


Un milagro, una madre. La Madre naturaleza.




“Canten al Señor un canto nuevo porque Él hizo maravillas…”

Salmo 97


                                                                                         

Sucedió en Piriápolis casi frente al hotel Argentino. Una mañana gris, después de algunas leves precipitaciones, con una temperatura en ascenso y vientos arrachados, un extraño animal marino era llevado por las olas hacia la arena. Unos pocos ocasionales bañistas intentaron hacer que volviera a su hábitat, el mar. Ya había sucedido en playas cercanas. Algunas personas comenzaron a aproximarse y claro, los perros. Esos inmundos y molestos perros sin dueño que pululan por el balneario sin que ninguna autoridad tome responsabilidad sobre el tema. Un sitio donde estos animales son más “valiosos” que los niños. No se asusten por esta afirmación: estamos ante el inicio de la novela el Planeta de los simios. No porque los humanos vayan a ser sustituidos, sino porque paulatinamente se los ve más y más transformarse en monos, monos que ni siquiera saben subir a los árboles.

 

Vuelvo sobre el tema que me atañe hoy. Ese animal que nos visitaba y que había elegido una hermosa y tranquila playa de primavera era una elefante marino preñada.

En pocas horas, para regocijo del país entero nació el bebé elefante marino.

 

Esa mañana me encontraba en Montevideo. Tres o cuatro días después me trasladé a Piriápolis y de inmediato, cámara en mano salí a caminar por la rambla. Para ese entonces la guardia costera había vallado la zona y apoyados por personas activas de todas las edades estaba controlando al ansioso público que día a día llegaba a la zona y que durante los fines de semana proliferaba por el balneario en cantidades inimaginables.

 

Con mi Cámara de aficionado, una Canon SX50, aplicando el zoom al máximo logré fotos de madre e hijo/a como si estuviera al lado. Volví en la tarde y con el celular tomé, a la hora en que el sol se oculta, una imagen artística de los dos pequeños animales contra el mar marcado por el sol y su reflejo en el mar. Una escritora amiga diría de la foto: parece un signo de admiración sobre ellos. Los retraté también desde mi balcón, la distancia no era muy diferente pero las palmeras en parte los ocultaban.

 

Once meses de preñez. Veinte días amamantando sin ingerir comida. Durante mis caminatas diarias fui a verlos, mejor dicho, a verlas porque el bebé que en principio fue considerado macho resultó ser una hembra. En fin, confusiones que acontecen a los seres humanos del presente y que jamás ocurren con el resto de la naturaleza. No encuentro mejor palabra para definir este comportamiento humano, con su propia especie, que desnaturalización.

 

Ayer 6 de noviembre había refrescado bastante. Sabía que la madre estaba por marcharse, volví a tomar la cámara, enfoqué y plasmé, las que para mí fueron las últimas fotos de madre e hija.

Las volqué en las redes sociales para que todos pudieran verlas. Demás está decir que permanentemente aparecen fotos y videos excelentes. Para mi sorpresa, en minutos aparecieron mis fotos editadas (con pequeñas modificaciones en el fondo) en más de un periódico digital.

 

Hoy, la elefante madre, a diferencia de otros días descansa boca arriba. La bebé lentamente, en espaciados movimientos impulsivos se va aproximando hasta que deposita su cabeza sobre la madre y permanece así. Alrededor de una hora después me entero que la madre se ha marchado. Con esa lentitud con que se mueve en la arena se acercó al agua, ingresó levemente y como un pez desapareció de la vista de los presentes. Nadó con esa trayectoria desconocida que la llevará a retomar el ciclo natural de la vida.

 

Fui a la playa, ahora con el celular, para mostrar también el entorno. Tomé una foto de la soledad.

 

¿Qué más decir? Que me emociona escribir estas pobres líneas…, y recordar el epígrafe que lo sintetiza todo.

 

Marcos Andrade – noviembre 2025


México

 Cuento publicado en la revista literaria Anestesia de México

Semblanza

Marcos Andrade Raffo (1949), Uruguay. Ingeniero Electricista (1975) por la Universidad de la República. Jubilado. Docente en dicha Universidad y en la Universidad de Montevideo durante cuarenta años. Ejerció su profesión en proyectos, obra y mantenimiento de redes eléctricas de alta tensión. Es autor de más de cuarenta artículos técnicos de investigación y desarrollo.

Sus pinturas al oleo han participado de varias exposiciones.

Master en Escritura Creativa (2025) por la Universidad de Salamanca. Autor de una saga de cuatro novelas: La hija del muerto, Matar a un inocente, Ecos de un atentado y El arma oculta. Es autor de la novela Juego de epístolas.

Tiene en desarrollo el libro de relatos Frágil, que incluye parte de su tesis de maestría.


Un muerto en la pared

 

Sin duda el grafitero era un maestro de la pintura realista; hiperrealista preferiría decir. Es cierto también que frente a la única ventana de mi casa, que daba a la calle Morquio, había un hermosísimo muro alto, que en una época fue blanco, e invitaba, cual un lienzo, a la pintura. Yo misma hubiera comprado los aerosoles y si tuviera edad, cargado una escalera, aunque fuera pequeña. Qué deleite oprimir los espráis y ver como los colores llueven en haces. Pero. ¡No! Jugar con el pensamiento, sí. Llevarlo a la práctica. ¡Horrendo!

 

No podría decir si esos mamarrachos eran artísticos. Figuras con letras muy ensanchadas, como suelen serlo. El pintor siempre agregaba un hermoso detalle, algo lateral, una naturaleza muerta, por lo general: jarrones, una manzana, hojas, arbustos. Iba variando, aunque las letras parecían ser siempre las mismas. Aparecían siempre al día siguiente de que el propietario de la vivienda se percataba de la existencia del artefacto y hacía que lo pintaran.

 

El dueño intentó alternativas varias, aparte de volver al tradicional blanco: franjas de colores, figuras geométricas coloridas al estilo del arte abstracto, figuras bien trazadas. Sin éxito. El grafiti volvía. En una oportunidad dije a mi hermana que el hombre podría dejarlo, no sería artístico, pero si bonito, quitando las horrorosas letras, claro.

 

Miré por la ventana, como siempre, y había aparecido una grieta en la pared. De un día para otro la pared se había descascarado. Habían quedado parte de los ladrillos a la vista y, casi en medio, una larga fisura sombría zigzagueante. Parecía incluso que en algunos tramos de la hendidura asomaban puntos luminosos. Era un hecho que la grieta había atravesado la pared de lado a lado.

 

Pasaron algunos meses y el muro permaneció incambiado. Había temido que esa falla podría, con el tiempo, arruinar esa zona. Durante mis salidas a la calle opté por no transitar por el tramo de vereda adyacente. ¿Sería estable? Imaginé que el propietario debería tomar medidas. Quizá la gran sequía lo había desestabilizado.

 

En ocasiones me desvelo y me levanto a observar la calle desierta, semi alumbrada. Vi un joven prolijo. Es el primer adjetivo que se me ocurre para describirlo. Más bien alto, gorra de beisbol invertida, camisola anaranjada que sobresalía sobre un pantalón deportivo oscuro, medias anaranjadas y chinelas negras. Depositó sobre la vereda un bolso del que sobresalían varias latas de pintura en aerosol. Se sentó y miró el muro con detenimiento. Permaneció tanto rato en la misma posición que mi sueño regresó.

 

Llamé a Elisa, la vecina de la otra calle, para contarle sobre los vaivenes de los acontecimientos pictóricos. Hablamos más de una hora, como de costumbre. Cuando colgué estuve un rato pensativa, creía haber omitido relatarle algo, pero no recordaba qué.

 

De un día para otro se agigantó la ranura. Se hizo tan grande que era visible el interior del jardín de la casa, una hermosa reposera, una mesa, una glorieta florida, escalones… ¡Qué peligroso, por ahí podría ingresar un ladrón!

 

En un momento el dueño de la casa, un albañil corpulento, sujetó al chico y lo amenazó con llamar a la policía. El joven logró liberarse, corrió y se detuvo en el centro de la calle. Respondió con un gesto, colocando dos dedos estirados sobre su sien. No pasó de amenazas.

 

La situación continuó sin cambios, cada tanto en la noche el albañil hacía alguna ronda y observaba. Se detenía al pie del farol y fumaba un cigarrillo.

 

Quizá, o es solo mi imaginación, la brecha había aumentado. Daba la impresión que la reposera se había movido, que estaba algo más cerca del muro.

 

Casi un mes después, como todos los días al levantarme de la cama, observo hacia la vereda de enfrente. ¡No! No puede ser. Sobre la reposera, ahora casi desarmada y volcada, está el cadáver del albañil. Sí, está muerto. Su cabeza yace casi sobre la vereda y el piso se ha convertido en un gran charco de sangre.

 

Llamo de inmediato a la policía diciendo que ha habido un homicidio, que veo el cuerpo del muerto desde mi ventana. Mi corazón late frenéticamente, siento que está a punto de explotar.

Rato después se oyen sirenas. Llegan dos patrulleros. Estacionan en la vereda y observan hacia el interior del patio. Los agentes caminan en uno y otro sentido, observan desde diferentes posiciones. Ninguno de ellos ingresa en la vivienda. Supongo que otros habrán llamado a la puerta que da a la calle Rubino. Ahora que lo pienso, no comprendo que me quiso decir la chica policía que atendió el teléfono… ¿Cómo van a ser paralelas esas dos calles? ¡Muchachos jóvenes! No conocen el pueblo, he vivido toda mi vida en esta esquina.

Conversan entre ellos. Llega alguien con el chico. Lo han capturado enseguida. Era obvio, quién más podría ser.

Uno de los policías cruza la calle y viene hacia aquí…

 

—Ofelia, Ofelia, hermana, levántate que viene la policía.

—Buenos días, señora. ¿Fue usted quién llamó a la policía?

—Sí, claro. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—¿Desde dónde observó el patio del vecino? ¿Desde esa ventana?

—Sí claro. Desde ahí veo todo. Está a los pies de mi cama.

—Entiendo, es la misma vista que tenemos desde aquí, desde la puerta.

—Sí.

—Acompáñeme, señora.

—¡Ofelia! Ofelia, levántate que me llevan a la comisaría. ¡Ofelia!

—Señora, solo vamos a cruzar la calle y dar una mirada más próxima.

—¿Más cerca del muerto? Del decapitado. ¡No! De ninguna manera, yo ahí no me acerco.

—No tema, señora, cruce mirando hacia el piso si quiere. Quizá, cuando lleguemos, ya se hayan llevado al muerto.

 

Cruzamos. Miro la pared. Me acerco más. Toco todo, los ladrillos, la grieta... deslizo mis manos por la superficie entera. Vuelvo a repetirlo. ¡No puedo creerlo!

—Agente… Es solo una pintura… Pero si también vi al chico con los aerosoles.

—No, señora. Era solo el cuidacoches de la esquina que se sentó a tomar unas latas de cerveza y se quedó dormido contra el muro. Él no es el pintor. No sabemos quién es. Ya lo atraparemos.

—¿Y el albañil?

—Se ha reído a más no poder. Dice que va a poner una especie de telón y cobrar por ver la pintura. Vea, señora, ha llegado un periodista del diario del pueblo. Quizá hasta la entrevisten.

 

—Quizá lo escriba.

—¿Usted escribe…?

—No, pero hoy todo el mundo lo hace.

—Bueno. No mate mucha gente.


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