Semblanza
Marcos Andrade Raffo (1949), Uruguay. Ingeniero Electricista
(1975) por la Universidad de la República. Jubilado. Docente en dicha
Universidad y en la Universidad de Montevideo durante cuarenta años. Ejerció su
profesión en proyectos, obra y mantenimiento de redes eléctricas de alta
tensión. Es autor de más de cuarenta artículos técnicos de investigación y
desarrollo.
Sus pinturas al oleo han participado de varias exposiciones.
Master en Escritura Creativa (2025) por la Universidad de
Salamanca. Autor de una saga de cuatro novelas: La hija del muerto, Matar a un
inocente, Ecos de un atentado y El arma oculta. Es autor de la novela Juego de
epístolas.
Tiene en desarrollo el libro de relatos Frágil, que incluye
parte de su tesis de maestría.
Un muerto en la
pared
Sin duda el grafitero era un
maestro de la pintura realista; hiperrealista preferiría decir. Es cierto
también que frente a la única ventana de mi casa, que daba a la calle Morquio,
había un hermosísimo muro alto, que en una época fue blanco, e invitaba, cual
un lienzo, a la pintura. Yo misma hubiera comprado los aerosoles y si tuviera
edad, cargado una escalera, aunque fuera pequeña. Qué deleite oprimir los
espráis y ver como los colores llueven en haces. Pero. ¡No! Jugar con el
pensamiento, sí. Llevarlo a la práctica. ¡Horrendo!
No podría decir si esos
mamarrachos eran artísticos. Figuras con letras muy ensanchadas, como suelen
serlo. El pintor siempre agregaba un hermoso detalle, algo lateral, una
naturaleza muerta, por lo general: jarrones, una manzana, hojas, arbustos. Iba
variando, aunque las letras parecían ser siempre las mismas. Aparecían siempre
al día siguiente de que el propietario de la vivienda se percataba de la
existencia del artefacto y hacía que lo pintaran.
El dueño intentó alternativas
varias, aparte de volver al tradicional blanco: franjas de colores, figuras
geométricas coloridas al estilo del arte abstracto, figuras bien trazadas. Sin
éxito. El grafiti volvía. En una oportunidad dije a mi hermana que el hombre podría
dejarlo, no sería artístico, pero si bonito, quitando las horrorosas letras,
claro.
Miré por la ventana, como
siempre, y había aparecido una grieta en la pared. De un día para otro la pared
se había descascarado. Habían quedado parte de los ladrillos a la vista y, casi
en medio, una larga fisura sombría zigzagueante. Parecía incluso que en algunos
tramos de la hendidura asomaban puntos luminosos. Era un hecho que la grieta
había atravesado la pared de lado a lado.
Pasaron algunos meses y el muro
permaneció incambiado. Había temido que esa falla podría, con el tiempo, arruinar
esa zona. Durante mis salidas a la calle opté por no transitar por el tramo de
vereda adyacente. ¿Sería estable? Imaginé que el propietario debería tomar
medidas. Quizá la gran sequía lo había desestabilizado.
En ocasiones me desvelo y me
levanto a observar la calle desierta, semi alumbrada. Vi un joven prolijo. Es
el primer adjetivo que se me ocurre para describirlo. Más bien alto, gorra de
beisbol invertida, camisola anaranjada que sobresalía sobre un pantalón
deportivo oscuro, medias anaranjadas y chinelas negras. Depositó sobre la
vereda un bolso del que sobresalían varias latas de pintura en aerosol. Se sentó
y miró el muro con detenimiento. Permaneció tanto rato en la misma posición que
mi sueño regresó.
Llamé a Elisa, la vecina de la
otra calle, para contarle sobre los vaivenes de los acontecimientos pictóricos.
Hablamos más de una hora, como de costumbre. Cuando colgué estuve un rato
pensativa, creía haber omitido relatarle algo, pero no recordaba qué.
De un día para otro se agigantó la
ranura. Se hizo tan grande que era visible el interior del jardín de la casa,
una hermosa reposera, una mesa, una glorieta florida, escalones… ¡Qué
peligroso, por ahí podría ingresar un ladrón!
En un momento el dueño de la
casa, un albañil corpulento, sujetó al chico y lo amenazó con llamar a la
policía. El joven logró liberarse, corrió y se detuvo en el centro de la calle.
Respondió con un gesto, colocando dos dedos estirados sobre su sien. No pasó de
amenazas.
La situación continuó sin cambios,
cada tanto en la noche el albañil hacía alguna ronda y observaba. Se detenía al
pie del farol y fumaba un cigarrillo.
Quizá, o es solo mi imaginación,
la brecha había aumentado. Daba la impresión que la reposera se había movido,
que estaba algo más cerca del muro.
Casi un mes después, como todos
los días al levantarme de la cama, observo hacia la vereda de enfrente. ¡No! No
puede ser. Sobre la reposera, ahora casi desarmada y volcada, está el cadáver
del albañil. Sí, está muerto. Su cabeza yace casi sobre la vereda y el piso se
ha convertido en un gran charco de sangre.
Llamo de inmediato a la policía
diciendo que ha habido un homicidio, que veo el cuerpo del muerto desde mi
ventana. Mi corazón late frenéticamente, siento que está a punto de explotar.
Rato después se oyen sirenas. Llegan
dos patrulleros. Estacionan en la vereda y observan hacia el interior del patio.
Los agentes caminan en uno y otro sentido, observan desde diferentes
posiciones. Ninguno de ellos ingresa en la vivienda. Supongo que otros habrán
llamado a la puerta que da a la calle Rubino. Ahora que lo pienso, no comprendo
que me quiso decir la chica policía que atendió el teléfono… ¿Cómo van a ser
paralelas esas dos calles? ¡Muchachos jóvenes! No conocen el pueblo, he vivido
toda mi vida en esta esquina.
Conversan entre ellos. Llega
alguien con el chico. Lo han capturado enseguida. Era obvio, quién más podría
ser.
Uno de los policías cruza la
calle y viene hacia aquí…
—Ofelia, Ofelia, hermana,
levántate que viene la policía.
—Buenos días, señora. ¿Fue usted
quién llamó a la policía?
—Sí, claro. ¿Qué otra cosa podía
hacer?
—¿Desde dónde observó el patio
del vecino? ¿Desde esa ventana?
—Sí claro. Desde ahí veo todo.
Está a los pies de mi cama.
—Entiendo, es la misma vista que
tenemos desde aquí, desde la puerta.
—Sí.
—Acompáñeme, señora.
—¡Ofelia! Ofelia, levántate que
me llevan a la comisaría. ¡Ofelia!
—Señora, solo vamos a cruzar la
calle y dar una mirada más próxima.
—¿Más cerca del muerto? Del
decapitado. ¡No! De ninguna manera, yo ahí no me acerco.
—No tema, señora, cruce mirando
hacia el piso si quiere. Quizá, cuando lleguemos, ya se hayan llevado al
muerto.
Cruzamos. Miro la pared. Me
acerco más. Toco todo, los ladrillos, la grieta... deslizo mis manos por la
superficie entera. Vuelvo a repetirlo. ¡No puedo creerlo!
—Agente… Es solo una pintura…
Pero si también vi al chico con los aerosoles.
—No, señora. Era solo el cuidacoches
de la esquina que se sentó a tomar unas latas de cerveza y se quedó dormido
contra el muro. Él no es el pintor. No sabemos quién es. Ya lo atraparemos.
—¿Y el albañil?
—Se ha reído a más no poder. Dice
que va a poner una especie de telón y cobrar por ver la pintura. Vea, señora, ha
llegado un periodista del diario del pueblo. Quizá hasta la entrevisten.
—Quizá lo escriba.
—¿Usted escribe…?
—No, pero hoy todo el mundo lo
hace.
—Bueno. No mate mucha gente.

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