TALLER

Arenero – Carrero

    Hoy no tengo deseos de escribir, ni de pintar, ni de salir a dar una vuelta en bici, ni de llamar a un amigo por teléfono. Hoy tengo deseos de pensar en aquellas personas que me hubiera gustado ser. Personas felices, ¿dónde las busco hoy? Solo las puedo hallar viajando sesenta años hacia atrás, cuando yo tenía otros ojos, cuando conocía poco, solo lo suficiente.

 Me veo llegando a la playa de río cuando el sol había comenzado a bajar, veo el carro partir sin apuro, por la arena tibia, chorreando agua. No sé cuántos viajes haría al día, seguro ese era el último.

Un carro importante, alargado, con grandes ruedas cubiertas con llantas de acero al que se había colocado una chapa sobre el piso de madera. Una lámina amoldada a marronazos que subía sobre los costados y aguantaba la arena gruesa.

El carrero ordenaba al caballo que avanzara o se detuviera, casi como si fuera un hombre el que cinchaba. El rebenque que colgaba de un palo lo usaba para asustar a algún mocoso molesto, le bastaba con unas palabras fuertes, a modo de arenga, cuando el caballo peleaba con algún montículo o una rueda se hundía en un pozo.

Del mismo palo colgaba su caldera, por llamar así a un recipiente cilíndrico de lata, con uno de los extremos superiores achatado y con alambres a modo de asa. Eso sí, siempre teñida por el carbón del fuego de las ramitas que juntaba en el camino. El mate y otros enseres los alojaba en el compartimento debajo del asiento.

Recuerdo el balanceo de la caldera y el ruido sordo al chocar contra el mango del freno, como el del verdulero, el del panadero o el del lechero, menos sofisticado y más grande; un freno de mano tan poderoso como el caballo relinchón.

En la tarde solíamos encontrar un montón de arena más fina al costado de la zaranda, el hombre había dejado parte del trabajo pendiente, temprano, al llegar al día siguiente continuaría zarandeando y luego cargaría, o quizá había sobrado de esa carga un poco de arena fina. La zaranda siempre estaba en el mismo sitio, como el montoncito de ramas que había preparado.

Su tiempo seguía el compás de los pasos del caballo que nunca tenía motivo para apurarse; cuando había llenado hasta la mitad de la carga, valiéndose de alguna brasa todavía humeante, a la que soplaba con suavidad, prendía de vuelta el pucho que había armado al llegar.

Evoco el arenal heroico, el hornero constructor, el zorzal cantor, la calandria chillona y el benteveo hablador; pisar la cálida arena gruesa y sentir la tibia agua del río.

Un día con un amigo le pedimos que nos llevara. Nos respondió que si le ayudábamos a cargar el carro. ¡Claro! Faltaba más. Subió y lo movió a un sitio más fácil, al costado de una montañita de arena. El carro estaba por la mitad. Empezamos con entusiasmo tirando a dos palas la arena floja de la superficie. Se fue formando un pequeño pozo del que comenzó a manar agua desde el fondo. La arena se apretó y se hizo más pesada. Pocitos que el río llenaría con arena nueva en la siguiente crecida.

El carrero nos miraba serio, no sé qué pensaría en ese momento, seguro se preguntaría hasta cuándo continuaríamos, qué tan cansados estábamos. Nosotros siempre nos hacíamos otra pegunta, por qué no vestía como nosotros, solo un short de baño, alcanza y sobra, por qué usaba pantalones largos remangados, al igual que su camisa también de manga larga con un par de vueltas. Se cubría con un gorro amplio de paja. Andaba descalzo, como nos gustaba a nosotros.

Al final dijo que lo habíamos hecho bien, terminó de cargar el carro, puso la tapa trasera y nos preguntó dónde preferíamos ir, en la tabla de madera o sobre la arena. Le respondimos que, sobre la tabla, como en el bote.

Mi viejo había dicho que era un trabajo fuerte, que el hombre, lejos estaba de ser un pobre tipo, debía tener un carro fuerte, un carro que pudiera llevar arena, disponer de un par de caballos. Había que reparar el carro cuando se rompía, darle de comer al caballo y comprar otro cuando se avejentara y no pudiera con el carro. El carrero, a quien veíamos siempre solo, tenía su casita y su familia, como todos. Como los pescadores de río, como los boteros…

Toda la vida me llamó la atención que mi viejo, que siempre me estaba diciendo que debía estudiar para no tener que salir a picar piedras, estaba señalando a un tipo que con orgullo disfrutaba de lo que hacía, disfrutaba de su vida de río.

Marcos Andrade Raffo

                    

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Casi no es un cuento

     Cerré el portón de añeja madera dura y subí a la camioneta gasolera que había dejado en marcha. Una moto azul, de pequeña cilindrada, con dos hombres de mediana edad disminuyó la marcha y paró con lentitud delante de mí, cerrándome el paso. El que conducía bajó, se acercó a la ventanilla abierta, su brazo izquierdo vertical seguía la línea de la pierna. Alcancé a ver una pistola negra, calibre veintidós, que aferraba en su mano. Hicieron fila frente a la puerta de mi mente una serie de relatos de hechos similares. Un amigo, un intento de rapiña. Entregó el dinero. Poco o mucho, al irse el delincuente disparó al pecho. Para que no reaccionara, porque ganaba puntos frente a sus pares. Pudo ser por tantas cosas, qué importa. Es increíble la velocidad con que en momentos difíciles vuelan los recuerdos y las ideas. Escuché un dame plata susurrante. Levantó el arma sin apuntarme. Imaginé, casi sentí la sensación que produciría la bala golpeando en mi cabeza. Extendí mi mano izquierda por la ventanilla abierta de la camioneta, pisé con fuerza el acelerador y me alejé rápidamente, dejando los dos cadáveres en el camino.

Marcos Andrade Raffo

 

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El otro ajedrez 

Con el lento devenir de la disputa el combate apenas se ha modificado; alguna que otra regla. El tablero es el mismo. Es otro el jugador. Por siglos un hombre jugó contra otro. Hoy en círculos menores continúa siendo así. En las competencias, una máquina ha sustituido al jugador. Obsérvese que no digo la máquina. Al principio ambos jugaron juntos en un mero pasatiempo experimental. Hoy no hay personas, un autómata juega contra otro. Es cierto que el autor es humano, del juego y del mecanismo, pero no es más quien mueve las piezas.

El autómata no solo gana por velocidad, por memoria, por conocimiento, también triunfa en la imaginación de las jugadas, en pensar nuevas, diferentes y exultantes maneras de mover los juguetes. Y no utilizo este adjetivo final para el ser inanimado, esta es la forma como el hombre ve esos movimientos nuevos, los ve creados por él. La máquina mueve las piezas, supera al hombre en esa tarea, pero a diferencia de él, ella sigue siendo igual al resto. No sabe que mueve las piezas. ¿Quién ha quedado herido en este camino? ¿El hombre al perder en la batalla, al consumirse y desaparecer del combate?

 Ayer solíamos comparar el ajedrez con eternas batallas, con días y noches de luchas, con clases sociales. El ajedrez representaba, en una gran metáfora, la vida del hombre. Eso es lo que se ha ido, la diversión o la disputa se ha transformado en un mero agrupamiento, casi aleatorio para el humano, de bits y de bytes.

Pero, ¿por qué se ha desvanecido el jugador? Porque el juego representa combates obsoletos. Hoy todas las batallas han variado, la espada no existe, el caballo fue retirado, no hay reyes ni reinas; solo peones ladinos.

Es tiempo para que el creador intervenga y lo modifique, lo haga más real, más representativo de una nueva época, otro ajedrez. Para que el poeta pueda seguir soñando con nuevas metáforas. Es una modificación simple, elemental. Tan solo debe introducir la máquina en el tablero. Así como está introducida ya en nuestra vida, sea de paz o sea de guerra, sea de noche o sea de día, tanto en el alto como en el bajo.

Para que otro Borges pueda volver a decir: “¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?”.

 

Marcos Andrade Raffo

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Un nuevo primer amor

     Había festejado los cuarenta hacía una semana. Apenas llegué a Yatay mi hermano menor comentó que la Teresa estaba muy grave. Debido a una enfermedad terminal, vivía sus últimos momentos. Acabada nuestra niñez la había visto solo en una oportunidad. Moví la cabeza como negando. Un peregrinaje rápido y un adiós. Me preguntó si la recordaba y me contó hechos por el tiempo esparcidos, algunos por completo desconocidos para mí.  Relató que Teresa desde niña había estado locamente enamorada de un vecino, como si a esa edad emplear ese término fuera posible. Lo describió como un rubio de pelo enrulado, ojos azules, alto para la edad, buen deportista, nadador de río, el mejor de la clase. Me dio mucha gracia y le pregunté si estaba hablando de mí. Claro que la recordaba, una morochita pequeña que vivía a un par de calles de mi casa. La había visto de más grande, solo una vez, ya convertida en una hermosa mujer, apenas la miré por un momento mientras cruzaba la plaza. No me vio. No me había producido ningún sentimiento enterarme de su estado; después del breve relato de mi hermano todo cambió, agigantada me envolvió esa nostalgia de no haber reparado en ella. El contraste de sentirme gozando otra vez de los felices y perdidos años escolares y el dolor actual de que el pasado no da otra oportunidad. A pesar del rechazo que siento por los hospitales decidí ir a verla. La encontré indefensa, pálida, sola con el repelente e invasivo caño de suero. Me acerqué y la tomé de las manos. Abrió sus sorprendidos ojos negros. Enormes aún.

 

—Hola Teresa —dije temeroso.

—¡Ezequiel! —susurró, volvió a repetir mi nombre e intentó incorporarse. Una enfermera la ayudó inclinando la camilla. Paseé mi mano por su liso cabello largo con suavidad. No pude hablar. Ella continuó:

—¡Cuantos años! Vuelvo a ser una escolar. Sé que no sueño… mientras hay vida hay esperanza. Un siglo, fugaz, solo fue eso querido Ezequiel. Tu novia del pueblo vino por aquí más que tú. Esas casualidades. Siempre necesitó que la ayudara en algo, la enfermedad de su madre y otras cosas. Nunca la acompañaste. Fue como hacerlo por ti. ¿Qué recuerdas de mí? —dijo poniendo sus labios sobre mi mano.

—Te veo correr por la calle, saltar a la cuerda. Es como si tuviera en mis manos aquella enorme revista de Superman que me prestaste por un rato. Eran, no sé, cien revistas encuadernadas juntas. Toda una colección. Era la hora de la siesta y viniste a traérmela —su rostro duro esbozó una risa cómplice, tosió. — No sé cómo llegaste con esa revista, estuve toda la tarde leyendo sentado en el antepecho de la ventana, leí tantas horas seguidas que terminé mareado, confuso. ¡Qué gracioso!

—Siempre quise contigo caminar por la ribera de tus ojos y en ellos verme reflejada. —rio— escribí un viejo poema para ti. Y tú, tú soñabas con mi hermana mayor. Ella sí era blanca y suave, soñadora. Era mayor que tú, un año. Hubiera querido ser ella, pero no, soy yo, no puedo ser otra y mira como estoy. ¡Vamos! Ahora no somos más que dos extraños, siempre lo fuimos… Tampoco estoy tan mal como dicen, lo sé porque en este hospital yo misma he tratado mucha gente enferma.

—Claro que no —dije. Había olvidado por completo a Cristina, su hermana mayor. En algún momento fue mi sueño de niño; un sueño entre sueños, un nombre entre otros. Recuerdo la vez que le mentí diciéndole que iba a asistir al cumpleaños de una compañera de clase y le pedí que me enseñara a bailar. Para ese momento ya había pasado el encantamiento, aunque quedaran brazas que apagarían otros fuegos.

—Claro que no. —volví a decir— Volveré cuando estés mejor. —se aferró de mis manos con una fuerza que no tenía ahora, no como quien se aferra para no irse, como quien integra en el tiempo toda la fuerza de la juventud, de la niñez, en todos esos años vacíos. Salí en silencio, la enfermera dijo que era raro que en su estado de insensibilidad se hubiera dormido sonriente. No volví al hospital para así poder mantener esa, mi última imagen de una Teresa que acababa de conocer.

 

Marcos Andrade Raffo

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Pedidos

Ya el equipaje preparado nos obliga.

Un paso y accederemos a la facultad.

Luz efímera del cielo cual señal se acuña,

dos amigos gritan ¡qué salvemos matemáticas!

Por qué no pedir algo fuerte como el granito.

Casi en un susurro dije: ¡que sea ingeniero!

 

Con el transcurrir de los años, los tres lo fuimos.

Otra clase ha llegado a su ocaso, joven juego.

No pienso cómo, es un hito, va a suceder;

y pido confiado, soy fuerza, de mi depende,

y del calor de esa mítica noche de invierno.

 

La tarde me encamina hacia lejana iglesia

Muchas personas de pie, termina la misa.

Y el sacerdote, a acercarse invita.

Apoyándome en el bastón integro la fila,

y en pos del altar avanzo en lenta agonía.

Un hombre ruin blande de San Pío la reliquia.

 

Me acerco, mi nariz vendada como la vida.

Lejos de mí esas noches de oscuros hospitales.

Final del juego, ya no hay fuerza en mi nariz.

No pediré, Padre Pío, por vana parte del carril.

En un aullido te pediré: ¡Que muera el cáncer!

 

Marcos Andrade Raffo

 


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