Nació un 12 de
agosto, hoy si viviera, cumpliría cien años. Me contaba que de niño siempre anduvo
a las trompadas. Una historia parecida a la de Bastidas con quien peleó de
joven. Mucho menos dramática. Empataron en Argentina.
Entrenaba en el
club Canillitas, ahí por Veinte de Febrero, se repetían las peleas, aquellos
mellizos, no recuerdo el nombre y Orocindo Correa, el Pulga. Lo conocí muchos
años después, en el Palermo, 1968. En ese gimnasio, en el subsuelo de Gonzalo
Ramírez y Santiago de Chile se prepararon los jóvenes que fueron a pelear a las
olimpiadas de México. Estaba siempre ahí, me tomó simpatía cuando le dije que
era hijo de Marcos. Me enseñó muchas tretas. ¡Pobre! Estaba con la radio. Había
escuchado muchas veces esa expresión, es graciosa, cuando conocí al Pulga
recién entendí su significado.
Marcos se
especializó en la reeducación de la parálisis infantil con el Dr. Caritat. Partió
para el interior y allá fundó un gimnasio, Durazno Boxing Club. Trajo a los
muchachos a pelear al Palacio Peñarol. Hizo varios espectáculos en el pueblo.
De niño lo vi
pelear en un estadio repleto. Una pelea que había comenzado años atrás terminó
ese día sobre el ring apaciguador. Subió con pantalón y bata celestes con
líneas blancas. David sin honda contra Goliat. Su rival, sparring del
legendario Archie Moore, quince kilos más pesado. Viejos tercos. Ambos
golpearon su cara contra la lona y ambos se levantaron. Finalizados los diez
rounds tuvieron que contentarse con ver que los brazos de ambos se levantaran.
El nuestro fue
un diálogo continuo y a través de la memoria continúa siéndolo. En ocasiones
salgo a pedalear en la bicicleta en que él iba al hospital, en la que amarraba
el portafolio de cuero con su túnica, el talco y un mínimo botiquín.
Quería que yo
fuera médico. Siempre pensó que me iba a dedicar, como él, a combatir el dolor
de la gente. Pero cada uno es como es, no importa el nombre… A menos que seas
escritor. En mi casa yo era Tabaré, en la escuela y ahora, soy también Marcos.
Como él, los
viernes en que estoy en Montevideo voy hasta la ciudad vieja a decir un par de
oraciones en la cripta del Señor de la Paciencia.
Pienso en su
imagen: fisioterapeuta, boxeador, enamorado, rudo, fuerte, tenaz, pescador,
amigo, compañero, visionario, dio hasta lo que no tenía. Si mirara desde el
punto de vista de mi hermana menor agregaría viejo. En nuestras navidades nunca
dejó de estar presente ese vecino sin familia que, en cada barrio, todos
conocemos.
Recuerdo que mi
sobrina mirándome solía decir: «igualito al abuelo».
Nunca ha dejado
de estar presente, sea en la vigilia, sea en el sueño.
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