Museo del Prado: Brueghel el viejo, Jan |
En la sala del
apartamento hay una reproducción, traída del Museo del Prado, del cuadro de un
artista flamenco del siglo XVI. Hay toda una historia doméstica respecto a la
búsqueda del nombre del autor que se había perdido y que no figuraba en el
breve catálogo del que disponíamos.
El
marco, dorado hace más de cuarenta años, es de un color indefinido, el paspartú
está amarillento y la imagen ha perdido su brillo y se ha oscurecido. Continúa
siendo magnífica.
Es
una ventana al campo verde, a las tareas desafiantes y dignificantes. Es una
vista al hombre trabajando junto al animal, es una vista al milagro de la vida.
Sí, vemos a través de los ojos y de los sentidos de un hombre que vivió hace
más de cuatrocientos años. Es un remanso que nos permite romper con el cemento,
con la ciudad oscura, teñida por el mal funcionar del escape de los excesivos
ómnibus.
Es
simplemente una granja, mostrada en plena actividad. A medida que me centro en
el cuadro se van haciendo presentes más detalles y cuando mi foco se agudiza
aparecen nuevos y nuevos puntos que se transforman en objetos, en brazos de
hombres y mujeres recolectando, en rostros escondidos, en gestos humanos.
Un
paisaje sinuoso con pequeñas lomas, tres árboles altos en el primer plano
derecho. No puedo saber a qué especie pertenecen, son altos y no muy frondosos,
se notan añosos con gruesos troncos en su base. Se afinan a medida que se
elevan. Imagino que son castaños y que su fruto calienta los bolsillos de los
granjeros durante los fríos días de invierno.
Un
pesado carro tirado por tres yuntas de bueyes. Parejas de caballos cinchando
del arado. Muchos caballos blancos, tipo frisones, pero también zainos, oscuros
y bayos.
Los
agricultores siembran al boleo. Un día de trabajo, un día de fiesta. Un día de
disfrutar de la naturaleza. Quizá pudimos vivir en esos años, pudimos sembrar y
cosechar y también pintar. Me imagino frente a la tabla dura dibujando los
pequeños detalles y mi mano volando prendida del pincel.
Los
graneros y talleres de diferentes alturas y dimensiones están próximos.
Estructuras fuertes de ladrillo y techo liviano. Y en la lejanía, en el valle,
el caserío, un templo con una aguja central, un sitio muy arbolado y apenas
perceptible el movimiento de l
a gente.
Los
pájaros revoloteando, atentos al insecto que deja expuesto la tierra que hiere
la hoja del arado, quedando liberados a su suerte. Y también a la semilla que
lleva el viento. Cruzan el cielo una pareja de tijeretas comunes o de una
especie similar a la que tenemos con tanta abundancia en nuestros campos.
Muchas
imágenes propias de la vida campestre, tres mujeres conversan sentadas en
largos bancos frente a una mesa, debajo del alero de paja, un perro, personas
que recorren el camino, hombres charlando de pie. Los gorros en punta, los
delantales, la ropa del momento. Un mundo que no ha desaparecido, un mundo que
podemos soñar y sobre el cual hablar y con quien hablar.
Me pregunto qué
parte del cuadro se engendró en Bruselas, que parte viajó en la memoria del
autor capturada durante sus viajes por países vecinos y que parte surgió de
otros cuadros, suyos o no, detalles creados por su corazón de artista. También
qué parte se repitió en otros cuadros de época. Y cuántos, sin saberlo
descansamos nuestra alma frente a la misma reproducción.
Ahora, recién
ahora, cuarenta años después estoy en condiciones de sentarme en el banco y
dedicar una tarde a saborear el original y escuchar los secretos que tiene para
contarme.
Marcos
Andrade 27/06/2021
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