sábado, 19 de marzo de 2022

MIRANDO UN CUADRO POR PRIMERA VEZ

Museo del Prado: Brueghel el viejo, Jan
 
    Muchos museos están digitalizando imágenes de sus obras y como resultado podemos realizar giras virtuales y también detenernos, no como si estuviéramos frente a ellas, sentados en uno de esos bancos que se instalan o se instalaban en las galerías, pero mirarlas con detenimiento.

En la sala del apartamento hay una reproducción, traída del Museo del Prado, del cuadro de un artista flamenco del siglo XVI. Hay toda una historia doméstica respecto a la búsqueda del nombre del autor que se había perdido y que no figuraba en el breve catálogo del que disponíamos.

El marco, dorado hace más de cuarenta años, es de un color indefinido, el paspartú está amarillento y la imagen ha perdido su brillo y se ha oscurecido. Continúa siendo magnífica.

Es una ventana al campo verde, a las tareas desafiantes y dignificantes. Es una vista al hombre trabajando junto al animal, es una vista al milagro de la vida. Sí, vemos a través de los ojos y de los sentidos de un hombre que vivió hace más de cuatrocientos años. Es un remanso que nos permite romper con el cemento, con la ciudad oscura, teñida por el mal funcionar del escape de los excesivos ómnibus.

Es simplemente una granja, mostrada en plena actividad. A medida que me centro en el cuadro se van haciendo presentes más detalles y cuando mi foco se agudiza aparecen nuevos y nuevos puntos que se transforman en objetos, en brazos de hombres y mujeres recolectando, en rostros escondidos, en gestos humanos.

Un paisaje sinuoso con pequeñas lomas, tres árboles altos en el primer plano derecho. No puedo saber a qué especie pertenecen, son altos y no muy frondosos, se notan añosos con gruesos troncos en su base. Se afinan a medida que se elevan. Imagino que son castaños y que su fruto calienta los bolsillos de los granjeros durante los fríos días de invierno.

Un pesado carro tirado por tres yuntas de bueyes. Parejas de caballos cinchando del arado. Muchos caballos blancos, tipo frisones, pero también zainos, oscuros y bayos.

Los agricultores siembran al boleo. Un día de trabajo, un día de fiesta. Un día de disfrutar de la naturaleza. Quizá pudimos vivir en esos años, pudimos sembrar y cosechar y también pintar. Me imagino frente a la tabla dura dibujando los pequeños detalles y mi mano volando prendida del pincel.

Los graneros y talleres de diferentes alturas y dimensiones están próximos. Estructuras fuertes de ladrillo y techo liviano. Y en la lejanía, en el valle, el caserío, un templo con una aguja central, un sitio muy arbolado y apenas perceptible el movimiento de l
a gente.

Los pájaros revoloteando, atentos al insecto que deja expuesto la tierra que hiere la hoja del arado, quedando liberados a su suerte. Y también a la semilla que lleva el viento. Cruzan el cielo una pareja de tijeretas comunes o de una especie similar a la que tenemos con tanta abundancia en nuestros campos.

Muchas imágenes propias de la vida campestre, tres mujeres conversan sentadas en largos bancos frente a una mesa, debajo del alero de paja, un perro, personas que recorren el camino, hombres charlando de pie. Los gorros en punta, los delantales, la ropa del momento. Un mundo que no ha desaparecido, un mundo que podemos soñar y sobre el cual hablar y con quien hablar.

Me pregunto qué parte del cuadro se engendró en Bruselas, que parte viajó en la memoria del autor capturada durante sus viajes por países vecinos y que parte surgió de otros cuadros, suyos o no, detalles creados por su corazón de artista. También qué parte se repitió en otros cuadros de época. Y cuántos, sin saberlo descansamos nuestra alma frente a la misma reproducción.

Ahora, recién ahora, cuarenta años después estoy en condiciones de sentarme en el banco y dedicar una tarde a saborear el original y escuchar los secretos que tiene para contarme.

Marcos Andrade 27/06/2021

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