En la década de los 90 solía trabajar con empresas de
Bilbao. Tomaba contacto con distintos proveedores, asistía a ferias de
electrónica, a la cámara de comercio. Esos asuntos me ocupaban durante una
semana. Después me convertía en turista.
Un año me acompañó mi esposa. Pensábamos continuar por la
costa del Cantábrico hasta San Sebastián, buscar un lugar pintoresco por donde
atravesar los Pirineos, quizá el paso
más cercano. En Francia dirigirnos a la costa azul y llegar hasta Mónaco. Completar
el regreso a Madrid con una visita a Barcelona.
Mientras viajábamos hacia el sur de Irún, una amplísima zona
en reparación nos desvió. Una ruta sin carteles en medio de la nada, una noche
temprana, en una época sin gps.

—Un hotel por aquí cerca.
—A dos calles —dijo señalando una lateral
Una señora que caminaba en sentido contrario agregó:
—Un edificio con frente blanco y aberturas verdes.
Agradecí con una seña. Más sencillo imposible, doblé a la
derecha en el mismo semáforo y tremendamente cansados nos alojamos en un lindo
y económico recinto. A la mañana siguiente, antes de partir, recorrimos algunas
cuadras de una pintoresca ciudad. Regalos del destino.
Pensábamos en algún momento, cosa que hicimos casi diez años
después, recorrer el camino del peregrino. Pero ese primer y anecdótico trayecto
quedaría solo como un paseo hermoso, un recorrido de su comienzo en sentido
inverso, para llegar finalmente a la ciudad donde, según Cohelo, se inicia.
Tuvimos la fortuna de cruzar Roncesvalles, Valcarlos y
finalmente pernoctar en Saint Jean Pied du Port.
Y no estoy hablando solo del paisaje cambiante, de las casas
de madera con jardineras colgantes en flor, de algún rancho aislado, de los ríos
de montaña. Me refiero a la “chanson de Roland”.
Los lugares suelen contarnos hechos diferentes, que sumados
a lo que conocemos de antemano, a lo que cuentan los lugareños o lo que hoy
podemos leer en la red, forjan un relato único y propio. Que no es la inexistente
historia, simple e inexacta memoria de los acontecimientos. Una reminiscencia
del mundo que intenta masificar las cosas, es sobre todo el latir de pueblos
diferentes.
Los que hoy ya cumplimos los 70 leemos la historia reciente y
sabemos que no fue como está escrita. No
podemos esperar menos de hechos que ocurrieron hace un milenio.
Si fueron los sarracenos o los vascos con piedras. Si fue en
el siglo nueve, relatado en el once el primer poema épico en lengua romance...
Lo que estremece es el camino milenario, es ser peregrino, es lo que somos y lo
que pisamos.
Al cruzar la frontera, automáticamente paré en la guardia
fronteriza. Ningún otro vehículo lo hacía en una Europa ya casi unificada. El
guardia francés me pidió la visa. Le expliqué que hacía seis meses los
requisitos para ciudadanos de mi país habían cambiado, ya no se necesitaba. La
noticia no había llegado al guardia, quien se dedicó a buscar en unos gruesos
archivadores repletos de expedientes. Finalmente llegó el hombre y me dijo que
tenía razón que había encontrado el decreto y no necesitaba visa. De todos
modos procedió a estampar el sello en el pasaporte, diciendo en francés con una
amigable sonrisa:
—Ah, lo que usted
quería era esto. —y en nuestros pasaportes quedó grabado en azul un nombre y la
imagen de un mundo montañoso.
Realizamos el recorrido como teníamos pensado y volvimos a
Madrid, desde donde partiríamos a última hora hacia Montevideo. Paramos en la
plaza de España. Yo estaba muy acostumbrado a viajar solo, a recorrer los
lugares supuestamente peligrosos, la noche en Bogotá o los barrios bajos de Ámsterdam.
Simplemente usaba mis pantalones vaqueros más viejos y algún buzo algo raído,
un gorro de lana. Nadie me confundiría con un turista, como mucho lo harían con
un ladrón. Ese día no fue así.
Un chico, con tono rioplatense, se acercó a mi señora que
estaba en la parte de atrás del citroen
de alquiler, con la puerta trasera levantada y le preguntó dónde se encontraba
la estación de metro Opera. Ella me llamó. Caminé unos metros para explicarle y cuando
volví ya no estaba su cartera. Con ella volaron los pasaportes, los pasajes de
avión y muchas cosas más.
Visto con cierto sentido del humor se alargaron las
vacaciones. Mate y termo y un agradable paseo por el parque de Retiro, y una
forma de ganar el contacto con los chicos del lugar. Esa extraña bebida había
despertado su curiosidad.
Todavía tengo un grato recuerdo del cruce fronterizo y una
vaga idea del sello que no llegué a ver dos veces.
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