martes, 10 de diciembre de 2019

RECUERDOS DE UN VIAJE LEJANO



  En la década de los 90 solía trabajar con empresas de Bilbao. Tomaba contacto con distintos proveedores, asistía a ferias de electrónica, a la cámara de comercio. Esos asuntos me ocupaban durante una semana. Después me convertía en turista.

  Un año me acompañó mi esposa. Pensábamos continuar por la costa del Cantábrico hasta San Sebastián, buscar un lugar pintoresco por donde atravesar los  Pirineos, quizá el paso más cercano. En Francia dirigirnos a la costa azul y llegar hasta Mónaco. Completar el regreso a Madrid con una visita a Barcelona.

Mientras viajábamos hacia el sur de Irún, una amplísima zona en reparación nos desvió. Una ruta sin carteles en medio de la nada, una noche temprana, en una época sin gps.

  Fue así que terminamos en Pamplona. Entramos en una ancha avenida, doble vía. Frente a un semáforo grité a un hombre que cruzaba:
     —Un hotel por aquí cerca.
     —A dos calles —dijo señalando una lateral
Una señora que caminaba en sentido contrario agregó:
     —Un edificio con frente blanco y aberturas verdes.
Agradecí con una seña. Más sencillo imposible, doblé a la derecha en el mismo semáforo y tremendamente cansados nos alojamos en un lindo y económico recinto. A la mañana siguiente, antes de partir, recorrimos algunas cuadras de una pintoresca ciudad. Regalos del destino.

  Pensábamos en algún momento, cosa que hicimos casi diez años después, recorrer el camino del peregrino. Pero ese primer y anecdótico trayecto quedaría solo como un paseo hermoso, un recorrido de su comienzo en sentido inverso, para llegar finalmente a la ciudad donde, según Cohelo, se inicia.
Tuvimos la fortuna de cruzar Roncesvalles, Valcarlos y finalmente pernoctar en Saint Jean Pied du Port.
  Y no estoy hablando solo del paisaje cambiante, de las casas de madera con jardineras colgantes en flor, de algún rancho aislado, de los ríos de montaña. Me refiero a la “chanson de Roland”.
Los lugares suelen contarnos hechos diferentes, que sumados a lo que conocemos de antemano, a lo que cuentan los lugareños o lo que hoy podemos leer en la red, forjan un relato único y propio. Que no es la inexistente historia, simple e inexacta memoria de los acontecimientos. Una reminiscencia del mundo que intenta masificar las cosas, es sobre todo el latir de pueblos diferentes.

  Los que hoy ya cumplimos los 70 leemos la historia reciente y sabemos que no fue como está escrita. No  podemos esperar menos de hechos que ocurrieron hace un milenio.
Si fueron los sarracenos o los vascos con piedras. Si fue en el siglo nueve, relatado en el once el primer poema épico en lengua romance... Lo que estremece es el camino milenario, es ser peregrino, es lo que somos y lo que pisamos.

  Al cruzar la frontera, automáticamente paré en la guardia fronteriza. Ningún otro vehículo lo hacía en una Europa ya casi unificada. El guardia francés me pidió la visa. Le expliqué que hacía seis meses los requisitos para ciudadanos de mi país habían cambiado, ya no se necesitaba. La noticia no había llegado al guardia, quien se dedicó a buscar en unos gruesos archivadores repletos de expedientes. Finalmente llegó el hombre y me dijo que tenía razón que había encontrado el decreto y no necesitaba visa. De todos modos procedió a estampar el sello en el pasaporte, diciendo en francés con una amigable sonrisa:
    —Ah, lo  que usted quería era esto. —y en nuestros pasaportes quedó grabado en azul un nombre y la imagen de un mundo montañoso.

  Realizamos el recorrido como teníamos pensado y volvimos a Madrid, desde donde partiríamos a última hora hacia Montevideo. Paramos en la plaza de España. Yo estaba muy acostumbrado a viajar solo, a recorrer los lugares supuestamente peligrosos, la noche en Bogotá o los barrios bajos de Ámsterdam. Simplemente usaba mis pantalones vaqueros más viejos y algún buzo algo raído, un gorro de lana. Nadie me confundiría con un turista, como mucho lo harían con un ladrón. Ese día no fue así.

  Un chico, con tono rioplatense, se acercó a mi señora que estaba en la parte de atrás del citroen de alquiler, con la puerta trasera levantada y le preguntó dónde se encontraba la estación de metro Opera. Ella me llamó. Caminé unos metros para explicarle y cuando volví ya no estaba su cartera. Con ella volaron los pasaportes, los pasajes de avión y muchas cosas más.

  Visto con cierto sentido del humor se alargaron las vacaciones. Mate y termo y un agradable paseo por el parque de Retiro, y una forma de ganar el contacto con los chicos del lugar. Esa extraña bebida había despertado su curiosidad.

  Todavía tengo un grato recuerdo del cruce fronterizo y una vaga idea del sello que no llegué a ver dos veces.

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